viernes, 3 de octubre de 2014

Desarrraigo y Olvido



Desarraigos consentidos

Cuando salí de Filadelfia, de mi pequeño mundo de juegos y personas conocidas, la nostalgia se adueñó de mí. Era abandonar los maizales, los sembrados de café llenos de frutos rojos, los bueyes arando la tierra, recuerdos de niñez que perduran. Abandonar la naturaleza, el parque con su ceiba, las montañas que rodean el pueblo, ver el camión con los corotos, todo dispuesto para el desarraigo. Era partir hacia lo desconocido, otras gentes, otros lugares, otras experiencias y un corazón atado a esos primeros años que nos persiguen y se tornan marca indeleble desde donde se contempla el mundo.
Escuchar las anécdotas de los abuelos, en las que entre risas y nostalgias nos señalaban a lo lejos las montañas y nos contaban cómo los bisabuelos y los tatarabuelos, tras largos viajes en caminos de herradura, colonizaron pueblos, araron la tierra y la cultivaron para dejárnosla como herencia, era un suceso maravilloso en el que pequeños y adultos nos acomodábamos holgadamente para no perdernos ninguna de las historias.
El fogón de leña y junto a mí, mi hermana volteando las arepas para el desayuno o con nuestros hermanos zarandeando el café para separar la pasilla, entre chistes y juegos, hacen que la memoria retorne a esos tiempos difíciles y llenos de escasez. Mi padre, que no conocía de tierras y arado, sino de poesía, aprendió a amar la tierra, hacía largos trayectos a pie para traer desde la vereda Morritos retoños de café y colinos de plátano que le regalaban y esa tierra estéril, que producía risa burlona entre sus conocidos, se tornó productiva y calmó el hambre y dio de qué vivir.
Era una delicia recorrer los cafetales, detenernos en la laboriosidad de las hormigas, dejar que los cucarrones de colores encendidos caminaran por nuestras manos inquietas; las luciérnagas, las ranas croando, no dejaban de ser fascinantes para nuestros ojos exploradores. Cómo olvidar el tanque de agua al aire libre, a él nos lanzábamos como si de una piscina se tratara. Tampoco puedo olvidar las idas a la Felisa, nos gustaba ir parados en la parte de atrás del jeep para disfrutar del viento acariciando nuestros rostros adolescentes. Y cuando llegábamos, corríamos hasta un árbol frondoso que servía para protegernos del fuerte sol del medio día. Luego de quitarnos las ropas y quedarnos con el vestido de baño que traíamos puesto, nos tirábamos al agua, a una quebrada que desembocaba en el río Cauca y luego retornábamos a la asombra de aquel árbol; nunca supe si era un samán u otra especie nativa, lástima que ya no esté para guarecernos, pues allí construyeron un hotel y la quebrada está casi seca.
Cuando veo las fotografías en blanco y negro, me acuerdo de Chispas, que era el fotógrafo del pueblo, y mi hermana y yo, con nuestras faldas cortas y sonrisa provinciana, nos sentábamos en las bancas del parque a esperar que de esa cámara antigua saliera un chispazo. El atardecer y el verde intenso de las montañas están en mi sangre; a lo lejos, en el horizonte, su colorido me hacía sentir que así son los sueños y hacia ellos podíamos volar. Y aún ahora, cuando tengo oportunidad de ir a un pueblo como Jericó y subo a pie a Las Nubes, desde allí me detengo en el horizonte y continúa viva la esperanza de que mis sueños tienen sabor a tierra y agua, que los animales y nosotros estamos hechos de la misma sustancia. Todos esos momentos de infancia yacen en lo más recóndito de mi alma. La tierra, el agua, los perros y los gatos, que amábamos, hacían parte de nuestro mundo infantil y adolescente. La naturaleza y nosotros, éramos una sola cosa. El amor por ella movía nuestros corazones.



Otras latitudes y la nostalgia


Llegar a Medellín, a Envigado, era recomenzar. Una no olvida las entrañas de la tierra; hay musgo en mi espalda, guayabas y caimas en mi recuerdo. De frutas y campo está hecha mi historia. Por eso, Medellín, en un principio, se hizo inmenso, un territorio para explorar, otros registros del mundo, en contraste con mi pueblo que se hizo memoria en mí y que todavía me acompaña.
Siempre que regreso a Filadelfia vuelvo a ese lugar en el que nací. Subo las escalas de lo que queda de la antigua casa y me deslizo por el piso de madera que aún se conserva; siento que retorno a mis raíces, a cada huella que el tiempo deja en la roca o en el barro que soy, y me alegro de que se conserve en pie, aunque falta la parte trasera de la casa con sus corredores mirando hacia los cafetales, lo que deja un vacío, porque también murieron los árboles de zapote, los guamos, los caimos, los manzanos y los papayos que caían en nuestras manos infantiles, y el vacío surge nuevamente. Vuelven a desenvainarse los recuerdos, como cuando nos sentábamos en las escalas a comer el costalado de zapotes que habíamos cogido.
Salir de Medellín y encontrarme con otra cultura, otro idioma, me produjo también ansiedad. Es como si la brújula que nos guía dejara de funcionar y cayera todo lo que sostiene nuestro mundo por un momento, para luego enfrentarnos a nuevos retos. Abandonar hace poco a Medellín, y viajar por unos largos meses a Arizona a acompañar a mi hermana en momentos críticos, hizo que retornara la nostalgia, pero también el asombro. El extenso desierto, el firmamento rojo, el tiempo silencioso que transcurre lento, las casas dispuestas como un juego de ajedrez, las montañas anaranjadas del Cañon del Colorado y Sedona, los cactus centenarios adornando las calles, la manera de cuidarlos, de mantener intacta esa naturaleza de milenios, me estremecieron.
Esa identidad tan arraigada y ese amor por lo propio, se traduce en una legislación discriminatoria con los indocumentados. Duele el desarraigo cuando se abandona la ciudad latina con los ojos humedecidos, dejando todo atrás, hijos, nietos, hermanos, padres, y sabiendo de antemano que será difícil el regreso o solo en cenizas los seres amados nos volverán a ver.
Cada quien emprende una carrera maratónica para alcanzar los sueños que nos venden. Olvidamos que alguna vez fuimos niños y que soñamos con cambiar el mundo. Olvidamos que la tierra es de todos, que las fronteras las ponen los adultos. Que no hay diferencia de razas ni credos en esos años infantiles. Que la tierra es nuestra pertenencia más sagrada, lo que pase con ella pasará con nosotros.
Podemos dejar el lugar donde hemos pasado la infancia e irnos a la ciudad para continuar los estudios en la universidad o en busca de un trabajo que nos permita la subsistencia, podemos ausentarnos del terruño por voluntad propia, para buscar mejores posibilidades en otro país, y esforzarnos en asimilar el idioma, las maneras de relacionarnos, las formas de hacer, decir, amar, pero lo que somos siempre irá con nosotros.




Partimos llenos de ilusiones tras un sueño que creemos posible en otros lugares, lo que no deja de ser un espejismo muchas veces. Nos vamos debiendo a parientes y amigos los pasajes de avión y algo de dinero, mientras la fortuna se pone de nuestro lado. Siempre añoramos los amigos, la calle donde crecimos, lo que me lleva a preguntarme por el dolor de los que tienen que abandonar la tierra o el barrio donde vivieron toda la vida, huyendo de la violencia.



Por eso, cuando estuve en Arizona, a pesar de quedar deslumbrada por su belleza y geografía, no dejé de compararla con Colombia, porque una cosa es un desierto natural y otra muy diferente un desierto producto de los desplazamientos forzados, de los estragos de la minería y el envenenamiento de los ríos.

Las raíces, aunque partamos de nuestras ciudades de origen, nunca desaparecen; representan la morada interna. Y la morada interna es la casa primordial, lo que nos constituye como sujetos, lo que nos permite pronunciarnos desde esa historia singular que nos nombra, desde esa herencia que se hunde en los ancestros, en el pasado con todos los recuerdos de infancia, en las raíces indígenas, en la tierra. Todo este arsenal de experiencias constituye la voz que autonombra lo que somos. De montañas y ríos, de agua y tierra está hecho mi tránsito por este mundo. Y es que ese hilo delgado que hay entre lo que soy y lo que habito es la amplia red de la vida a la que me debo. Y es que se ha hecho olvido ese lazo umbilical con la tierra, no hemos comprendido lo que para el jefe indio Seattle era evidente: que la tierra no le pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra.