Desarraigos
consentidos
Cuando
salí de Filadelfia, de mi pequeño mundo de juegos y personas conocidas, la
nostalgia se adueñó de mí. Era abandonar los maizales, los sembrados de café
llenos de frutos rojos, los bueyes arando la tierra, recuerdos de niñez que
perduran. Abandonar la naturaleza, el parque con su ceiba, las montañas que
rodean el pueblo, ver el camión con los corotos, todo dispuesto para el
desarraigo. Era partir hacia lo desconocido, otras gentes, otros lugares, otras
experiencias y un corazón atado a esos primeros años que nos persiguen y se
tornan marca indeleble desde donde se contempla el mundo.
Escuchar
las anécdotas de los abuelos, en las que entre risas y nostalgias nos señalaban
a lo lejos las montañas y nos contaban cómo los bisabuelos y los tatarabuelos,
tras largos viajes en caminos de herradura, colonizaron pueblos, araron la
tierra y la cultivaron para dejárnosla como herencia, era un suceso maravilloso
en el que pequeños y adultos nos acomodábamos holgadamente para no perdernos
ninguna de las historias.
El
fogón de leña y junto a mí, mi hermana volteando las arepas para el desayuno o
con nuestros hermanos zarandeando el café para separar la pasilla, entre
chistes y juegos, hacen que la memoria retorne a esos tiempos difíciles y
llenos de escasez. Mi padre, que no conocía de tierras y arado, sino de poesía,
aprendió a amar la tierra, hacía largos trayectos a pie para traer desde la
vereda Morritos retoños de café y colinos de plátano que le regalaban y esa
tierra estéril, que producía risa burlona entre sus conocidos, se tornó
productiva y calmó el hambre y dio de qué vivir.
Era una delicia recorrer los cafetales,
detenernos en la laboriosidad de las hormigas, dejar que los cucarrones de
colores encendidos caminaran por nuestras manos inquietas; las luciérnagas, las
ranas croando, no dejaban de ser fascinantes para nuestros ojos exploradores.
Cómo olvidar el tanque de agua al aire libre, a él nos lanzábamos como si de
una piscina se tratara. Tampoco puedo olvidar las idas a la Felisa, nos gustaba
ir parados en la parte de atrás del jeep para disfrutar del viento acariciando
nuestros rostros adolescentes. Y cuando llegábamos, corríamos hasta un árbol
frondoso que servía para protegernos del fuerte sol del medio día. Luego de
quitarnos las ropas y quedarnos con el vestido de baño que traíamos puesto, nos
tirábamos al agua, a una quebrada que desembocaba en el río Cauca y luego
retornábamos a la asombra de aquel árbol; nunca supe si era un samán u otra especie
nativa, lástima que ya no esté para guarecernos, pues allí construyeron un
hotel y la quebrada está casi seca.
Cuando veo las fotografías en blanco y negro,
me acuerdo de Chispas, que era el fotógrafo del pueblo, y mi hermana y yo, con
nuestras faldas cortas y sonrisa provinciana, nos sentábamos en las bancas del
parque a esperar que de esa cámara antigua saliera un chispazo. El atardecer y
el verde intenso de las montañas están en mi sangre; a lo lejos, en el
horizonte, su colorido me hacía sentir que así son los sueños y hacia ellos
podíamos volar. Y aún ahora, cuando tengo oportunidad de ir a un pueblo como
Jericó y subo a pie a Las Nubes, desde allí me detengo en el horizonte y
continúa viva la esperanza de que mis sueños tienen sabor a tierra y agua, que
los animales y nosotros estamos hechos de la misma sustancia. Todos esos
momentos de infancia yacen en lo más recóndito de mi alma. La tierra, el agua,
los perros y los gatos, que amábamos, hacían parte de nuestro mundo infantil y
adolescente. La naturaleza y nosotros, éramos una sola cosa. El amor por ella
movía nuestros corazones.
Otras
latitudes y la nostalgia
Llegar
a Medellín, a Envigado, era recomenzar. Una no olvida las entrañas de la
tierra; hay musgo en mi espalda, guayabas y caimas en mi recuerdo. De frutas y
campo está hecha mi historia. Por eso, Medellín, en un principio, se hizo
inmenso, un territorio para explorar, otros registros del mundo, en contraste
con mi pueblo que se hizo memoria en mí y que todavía me acompaña.
Siempre
que regreso a Filadelfia vuelvo a ese lugar en el que nací. Subo las escalas de
lo que queda de la antigua casa y me deslizo por el piso de madera que aún se
conserva; siento que retorno a mis raíces, a cada huella que el tiempo deja en
la roca o en el barro que soy, y me alegro de que se conserve en pie, aunque
falta la parte trasera de la casa con sus corredores mirando hacia los
cafetales, lo que deja un vacío, porque también murieron los árboles de zapote,
los guamos, los caimos, los manzanos y los papayos que caían en nuestras manos
infantiles, y el vacío surge nuevamente. Vuelven a desenvainarse los recuerdos,
como cuando nos sentábamos en las escalas a comer el costalado de zapotes que
habíamos cogido.
Salir
de Medellín y encontrarme con otra cultura, otro idioma, me produjo también
ansiedad. Es como si la brújula que nos guía dejara de funcionar y cayera todo
lo que sostiene nuestro mundo por un momento, para luego enfrentarnos a nuevos
retos. Abandonar hace poco a Medellín, y viajar por unos largos meses a Arizona
a acompañar a mi hermana en momentos críticos, hizo que retornara la nostalgia,
pero también el asombro. El extenso desierto, el firmamento rojo, el tiempo
silencioso que transcurre lento, las casas dispuestas como un juego de ajedrez,
las montañas anaranjadas del Cañon del Colorado y Sedona, los cactus
centenarios adornando las calles, la manera de cuidarlos, de mantener intacta
esa naturaleza de milenios, me estremecieron.
Esa
identidad tan arraigada y ese amor por lo propio, se traduce en una legislación
discriminatoria con los indocumentados. Duele el desarraigo cuando se abandona
la ciudad latina con los ojos humedecidos, dejando todo atrás, hijos, nietos,
hermanos, padres, y sabiendo de antemano que será difícil el regreso o solo en
cenizas los seres amados nos volverán a ver.
Cada
quien emprende una carrera maratónica para alcanzar los sueños que nos venden.
Olvidamos que alguna vez fuimos niños y que soñamos con cambiar el mundo.
Olvidamos que la tierra es de todos, que las fronteras las ponen los adultos.
Que no hay diferencia de razas ni credos en esos años infantiles. Que la tierra
es nuestra pertenencia más sagrada, lo que pase con ella pasará con nosotros.
Podemos
dejar el lugar donde hemos pasado la infancia e irnos a la ciudad para
continuar los estudios en la universidad o en busca de un trabajo que nos permita
la subsistencia, podemos ausentarnos del terruño por voluntad propia, para
buscar mejores posibilidades en otro país, y esforzarnos en asimilar el idioma,
las maneras de relacionarnos, las formas de hacer, decir, amar, pero lo que
somos siempre irá con nosotros.
Partimos
llenos de ilusiones tras un sueño que creemos posible en otros lugares, lo que
no deja de ser un espejismo muchas veces. Nos vamos debiendo a parientes y
amigos los pasajes de avión y algo de dinero, mientras la fortuna se pone de nuestro
lado. Siempre añoramos los amigos, la calle donde crecimos, lo que me lleva a preguntarme
por el dolor de los que tienen que abandonar la tierra o el barrio donde
vivieron toda la vida, huyendo de la violencia.
Por eso, cuando estuve en Arizona, a pesar de quedar deslumbrada por su belleza y geografía, no dejé de compararla con Colombia, porque una cosa es un desierto natural y otra muy diferente un desierto producto de los desplazamientos forzados, de los estragos de la minería y el envenenamiento de los ríos.
Las
raíces, aunque partamos de nuestras ciudades de origen, nunca desaparecen;
representan la morada interna. Y la morada interna es la casa primordial, lo
que nos constituye como sujetos, lo que nos permite pronunciarnos desde esa
historia singular que nos nombra, desde esa herencia que se hunde en los
ancestros, en el pasado con todos los recuerdos de infancia, en las raíces
indígenas, en la tierra. Todo este arsenal de experiencias constituye la voz
que autonombra lo que somos. De montañas y ríos, de agua y tierra está hecho mi
tránsito por este mundo. Y es que ese hilo delgado que hay entre lo que soy y
lo que habito es la amplia red de la vida a la que me debo. Y es que se ha
hecho olvido ese lazo umbilical con la tierra, no hemos comprendido lo que para
el jefe indio Seattle era evidente: que la tierra no le pertenece al hombre,
sino que el hombre pertenece a la tierra.